miércoles, mayo 31, 2006

Favoritos.... Castro y los injuriantes

La caminata se hace algo larga y extensa, los alrededores son más bien grises, caminos no asfaltados y el polvo que levanta la bicicleta que pasa justo por mi lado, dejan un velo de canas artificiales puesto sobre mi cabeza.

Encontrar un teléfono público por los alrededores, parece una odisea digna de un héroe griego, pero dado que escasean, de momento es mejor emprender la titánica tarea de buscar y buscar hasta encontrar.

-Era el día del juicio, en el pueblo sin ley-

La cobertura de alguna noticia al respecto, sería tan descabellado, como pensar que algún día una línea de buses intercomunales, pasara por este “pueblecito”. Esto de ser una descendiente de Castro, ha ocasionado que me envíen un telegrama urgente para presenciar el ajusticiamiento. Sigo en mi búsqueda del teléfono público y voy recordando como han transcurrido los sucesos.

El Castro, don Juan del pueblo, con su facha de chulo, enfundado en su flamante traje de lino blanco y de zapatos bien lustrados, sin pelo en pecho que lucir, y con la camisa muy sujeta al cuello con los botones en su lugar y una corbatita de hace miles de años con un nudo tan delgado que más bien recuerda un corbatín de colegio. Si lo vez cuando sólo las luminarias tenues del boliche alumbran, te da la impresión de un caballero de sociedad algo pasado de moda, pero ya, al verlo salir por la mañana, el tirano sol, hace resplandecer las manchas de vino tinto lavadas y relavadas de su no tan inmaculado traje blanco, y la gomina casi desprendida, por el sudor de la noche hacen que sus mechas de clavo comiencen paulatinamente a revelarse contra la sujeción de la gomina y la facha de hombre de sociedad, desaparece con el primer lustro de luz.

Los injuriantes por otra parte, son los despechados maridos de las infieles, además del par de maricas del pueblo a quien el Castro también se afilo un par de veces.
He ahí el conflicto, la mitad del pueblo estaba infectado de alguna enfermedad venérea, y dos habían se habían contagiado de sida. Sin duda, la cagada era mayúscula y el culpable nada más y nada menos que el Castro.

Finalmente, luego del largo trayecto, logro dar con el teléfono público, y confirmo algo que hará que sin duda, mi tío abuelo, pueda salir invicto del linchamiento del cual lo espera. Pues claro, hay que crucificar a alguien y el puto del pueblo es el Castro, no podía ser de otro modo. Comienzo el camino de vuelta, de paso va el señor de la fruta, le hago dedo y me lleva al pueblo más rápido de lo que canta un gallo.

Llega la hora del juicio, el pueblo bulle de emoción en la escuela pública. Sitio escogido para hacer más respetable el juicio. El cura del pueblo, oficia de juez y un representante de los injuriados, más bien gorreados, de defensor del pueblo. Yo defiendo el honor de Castro; mi tío abuelo.

El alegato va y viene, y la cosa comienza a ponerse color de hormiga, en reiteradas ocasiones el cura Pancracio dice que si los ánimos no se calman, desalojara la sala. El aire espeso, mezcla de sudor y exaltación hace que una pequeña gota descienda lentamente por mi frente.
Es mi turno de hablar. Imposible rebatir los argumentos de promiscuidad e indecencia moral de mi tío. Efectivamente se tiro a más de 20 mujeres del pueblo, y a los cuatro maricas del prostíbulo del pueblo. No había como rebatirá eso.

Lo que ellos no sabían es que angustiado por su posible muerte por linchamiento, mi tío había partido a Santiago a hacerse cuanto examen encontró, para ver si efectivamente estaba enfermo de algo y si además tenía sida. Los resultados fueron categóricos, y no tenía ni un resfrió el viejo de mierda, estaba tan sano como a los 20 años. El revuelo que causo esta exposición fue tal, que exigieron pruebas, y las traje, el llamado telefónico que hice, fue justamente para confirmar la presencia de un conocido doctor de la zona, que llevo todos los exámenes de Castro y reitero su inocencia. Castro sería puto, pero no enfermo a nadie.

-Silencio en la corte.-
-Delibera el jurado-
-Se emite el veredicto-

Colgaron igual al tío, y nada se pudo hacer. Ser puto podía ser socialmente aceptado. Ser brujo...imposible. El cura Pancracio al cerrar el sermón en el cementerio, sólo dijo: Ojalá podamos finalmente encontrar la paz en el pueblo ahora.

Error gritaron de la concurrencia: Aún nos falta descubrir, al desgraciado, que enfermó al pueblo.

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