miércoles, abril 29, 2009

Los mandados...

Si caminar más lento hacía que pesara más el canasto con cáscaras de sandía, papas, tomates y corontas de choclos no le importaba. Sólo caminaba más lento porque así creía que podía despistar la mirada vigilante que sentía pegada en la nuca. Recorría el mismo trayecto desde Pulluquen hasta Blanco Encalada con el canasto con comida para los chanchos hasta que estaba segura de que la Mama Lucha ya no la miraba, y entonces se iba en dirección de la Plaza.

Ya no la acompañaba Teresa , ni Elcira, los retrasos en la entrega de los mandados eran tan grandes que optaron por mandarlas separadas a los quehaceres diarios, para ver si de ese modo lograban llegar a tiempo con la comida para los chanchos, la marmita con comida para los gendarmes de la cárcel, y las compras varias. Las tres solas y criadas no por sus familias, acostumbradas a no temer a nada, con esa indolencia propia de los niños y magnificada luego de tantas zurras que les daban por no ser agradecidas de que siendo hijas ajenas las cuidaran como propias, y no cumplieran con los mandados que les daban.

Las tres igual se juntaban en la plaza, desoyendo cualquier recomendación a los tiempos y a las amenazas de si llegaban tarde con los mandados. El único horario que cumplían fielmente, era juntarse en la fuente de la plaza en cuanto salían de la casa en tres direcciones distintas. La Mama Lucha esperaba a que las tres avanzaran un buen trecho antes de volver a entrar a la casa tranquila y segura de que –ese día- no se desviarían de la ruta encomendada. Pero al poco andar se desviaban y llegaban hasta la fuente de la plaza; la que cargaba la cesta con comida para los chanchos, la que le tocaba llevar las marmitas a la cárcel y la que habían mandado a comprar manteca, levadura o grasa para el pan.

El Paseo era ir a mirar a diario a dos niños enfermos mentales a los cuales sentaban frente a una ventana. Ellas se acercaban y los miraban largamente. Sin malicia, sin burlas, sólo contemplaban como les corría la baba por la boca y se admiraban de las moscas que se posaban en sus caras sin que los niños movieran sus brazos para ahuyentarlas. No conocían la palabra morbo, sólo era perversa curiosidad infantil. Ellas habían escuchado que los niños eran enfermos a causa de que sus padres eran primos muy cercanos, y que por eso habían salido así. Pero una de las niñas había leído a las otras el cuento de la Gallina Degollada de Horacio Quiroga, y desde ese entonces no podían seguir el curso diario de sus quehaceres, sin ir a indagar si aquellos niños eran los que habían inspirado tan horrible cuento.

Se apoyan las tres en la ventana e imaginaban el horrible suceso, pensaban en que debieran llevarlos presos, en como se llamaría la hermanita degollada e inventaban diversos finales a la terrible historia, y ya cuando las horas habían avanzado y las llenaba el pánico del paso del tiempo, corrían las tres a terminar los mandados, pero siempre llegaban tarde, por lo cual la zurra estaba igual asegurada.

Un día, ya finalizando el verano, llegaron las tres a mirar a los niños. Aquel día la ventana estaba abierta, luego de la sorpresa inicial se relajaron y acomodaron lo más cerca que pudieron de los niños y hasta se animaron a tocarlos suavemente, como si fueran de cristal y de un minuto a otro pudieran romperse. De pronto sintieron un enorme chorro de agua que les caía encima, y vieron a la Mama Lucha que casi con la mitad del cuerpo fuera de la ventana empuñaba una manguera con la cual sin tregua las mojo. De la impresión y el susto al ver a la Mama Lucha y oír los gritos que acompañaban el agua, ninguna atino a moverse, hasta que el agua salía hasta por sus zapatos.

Retrocedieron un par de pasos, y ya luego corrieron sin descanso las tres de vuelta a la casa, estaban tan llenas de espanto que ni siquiera meditaron en las condiciones que iban sus encargos, en la ropa mojada y en la tremenda zurra que las esperaba.

Al rato la Mama Lucha las encontró a las tres, sentadas en la puerta de la casa, enteras empapadas, con los ojos rojos e inflados de tanto llorar, se sonrío y para sus adentros pensó que ya habían tenido suficiente castigo por ese día.