viernes, noviembre 16, 2007

Pedro y el mar

La concentración era fundamental, un pestañeo, una imprecisión, y el puñado de cartas caería estrepitosamente sobre la mesa. Entonces pensé en concentrarme, mantener la mente en blanco, aquietar los pensamientos, y recordé que cuando niña contenía la respiración cada vez que hacía un ejercicio de matemáticas. Pensando en eso, dejé que una enorme bocanada de aire invadiera mis pulmones, tomé la carta, calculé el pulso necesario para ponerla sobre las otras, pero la mente no se quedó en blanco…y la falta de aire me jugó una mala pasada, de pronto estaba allí, nuevamente frente a Pedro.

Sube al bote
Pedro, yo no sé nadar.
Entonces sacó debajo de las redes un chaleco salvavidas anaranjado a muy mal traer que me lanzo diciendo: Ponte esto, además -Agregó- no importa que no sepas nadar, yo llevo más de 20 años pescando mar adentro sin saberlo… y aquí estoy vivito y coleando.

La frase de pronto me hizo mucho sentido, y le pregunté si muchos de sus compañeros estaban en la misma situación: ¿Qué situación? -Preguntó Pedro-. Volví a ordenar las ideas y le pregunté si los pescadores que él conocía sabían nadar. Me miro unos segundos antes de encender el motor, el bote comenzó a moverse rápidamente, lo que me hizo perder el equilibrio y afirmar mis manos fuertemente sobre la tabla que estaba sentada, el pánico estuvo a punto de jugarme una mala pasada, pero decidí confiar y seguir en el bote junto a él. Ambos guardamos silencio, y nos fuimos mar adentro. Pedro sacó sus redes, las lanzó sobre al agua, y justo en el instante que comenzaban a verse los primeros destellos de luz me preguntó si quería un café.

Luego de que bebió el primer sorbo me dijo: Ninguno de los que murieron este año, sabía nadar. Sólo el Pedro chico sabía, y fue a ese al que encontraron flotando sobre unos palos en junio pasado. El Pedro chico hizo el servicio militar en la marina, y eso sin querer le salvó la vida, en cambio al resto, el agua se los llevo no más. Creo que de los viejos, Sergio Mardones es el único que sabe, y de los jóvenes además del Pedro chico, el Manuel Hinojosa.

Luego de esa confesión, ambos guardamos silencio un largo rato, hasta que volví a insistir: ¿Pedro por qué no aprendes a nadar?, ¿Por qué no usas chaleco salvavidas? , ¿Por qué arriesgarse tanto?.
Se río fuerte, y me pregunto si yo estaba loca. Chi! –Me dijo- tú tampoco sabes nadar y lo más bien que te subiste al bote conmigo, además me aseguró que nadie iba a reconocer que no sabía nadar, que él me contaba sólo porque sabía que nadie nos estaba escuchando, y que si yo lo repetía lo negaría. Me sentí acongojada y dejé de preguntar, sólo me mantuve quieta en el bote y me puse a esperar con él que las horas transcurrieran.

Recuerdo que tenía algo de frío y el vaivén del bote comenzó a adormecerme, en algún minuto ya no volví a pestañar, y sólo volví a abrir mis ojos cuando el impacto de mí cuerpo sumergiéndose en el agua me provoco un dolor agudo, millones de agujas traspasaban mi piel, mientras el agua entraba a borbotones por mi boca. Traté de moverme, pero algo enredado en mí pierna me lo impedía, y a pesar de mi lucha, me hundía cada vez más, y ya cuando todo parecía estar perdido, sentí que algo me tiraba fuera del agua.

Era Pedro quien intentaba sacarme del agua, pero no lo lograba. Mis fuerzas se iban a medida que agitaba mis piernas y éstas se enredaban cada vez más en la red sumergiéndome, llevándome al fondo, llenando mis pulmones de agua en vez de aire, hasta que en un segundo logré tranquilizarme, dejar de patalear y sostenerme del borde del bote. Sólo un milagro hizo que la desesperación por no ahogarme tirara a Pedro del bote y ambos termináramos nuestros días enredados en una red en medio del mar.

Pedro comenzó a hablarme y dijo que no podía subirme al bote, si intentaba esa maniobra probablemente se daría vuelta o bien él terminaría cayéndose al agua, así que había que remolcarme, me pasaría una cuerda que quedaría en un extremo amarrada a mí cuerpo y el otro extremo quedaría en el bote. Yo comencé a llorar, a medida que anudaba fuertemente la cuerda que rodeaba mi cuerpo al bote, tomo mi mano –mano que yo aferré con fuerza y no soltaba- y él a medida que trataba de zafarse insistía en que estuviera tranquila, que me sacaría viva de eso, y que ambos iríamos a un curso para aprender a nadar… niña deja de llorar… vamos a salir bien de esto, soltó mí mano y encendió el bote.

Un mes después nos volvimos a ver, esta vez en una piscina, en donde ambos, la mitad de los pescadores viejos y la totalidad de los jóvenes se sumo al curso para aprender a nadar.